Tal vez sea el momento de formar una perspectiva más humana –más humanista– de la realidad.
Casi seis siglos de historia han transcurrido desde el instante en que la humanidad se hizo dueña de su propio destino. Haciendo a un lado el oscurantismo y el fanatismo religioso medieval, se comprometió con la luz de la razón y con su principal herramienta, la ciencia. Y al hacerlo, tuvo lugar una verdadera revolución en nuestra cultura, que privilegió el conocimiento humano y que trajo consigo los valores de libertad, igualdad y fraternidad de la Ilustración. Nos referimos, claro está, al más grande aporte cultural de la Europa renacentista: el Humanismo.
Seis siglos seguramente nos parezcan una eternidad, especialmente hoy en día que todo a nuestro alrededor ocurre en segundos. Pero gracias a quienes encendieron la antorcha del conocimiento ─Dante Alighieri, Johannes Gutenberg, Erasmo de Róterdam, Michel de Montaigne, Nicolás Copérnico y muchos nombres más con los que a finales del siglo XX bautizamos a los cráteres en la Luna─, nuestro mundo moderno pudo nacer tal y como lo conocemos.
La ciencia y la tecnología nos hacen la vida más larga y más fácil, más próspera y también más compleja, en la medida en que nos hemos ido haciendo más y más dependientes de ellas. Nos hemos obsesionado con el desarrollo tecnológico a punto tal, que hoy en día marcha mucho más rápido y más adelante que la cultura y la educación, generando una brecha enorme entre las cosas que nuestra especie es capaz de lograr y aquello que en el fondo necesitamos solventar.
Dicho en otras palabras: ¿de qué sirve contemplar los astros lejanos o las partículas elementales, si no logramos que dicho conocimiento haga al ser humano más sabio, más libre, más fraterno y más empático con sus semejantes?
Las advertencias que dejó el siglo XX
Decía el pintor español Francisco de Goya (1746-1828) en uno de sus grabados más conocidos del siglo XVIII que “el sueño de la razón produce monstruos”. Y esa quizá sea una buena forma de resumir la advertencia que, durante buena parte del siglo XX y de lo que va del XXI, la ciencia ficción se ha esforzado por transmitir, tanto en el cine como en sus distintas presentaciones literarias: el final del Humanismo podría estar cerca.
Esto no quiere decir, por suerte, que la civilización humana esté por acabarse, a manos de un meteorito o de un virus que nos convierta a todos en zombis furiosos, sino que esa vieja promesa del siglo XV podría estar próxima a vencerse. ¿No es una metáfora de ello a lo que se enfrenta Neo en The Matrix (1999), la pesadilla de los seres humanos puestos al servicio de la máquina, y no al revés? ¿No es lo que anunciaban las distopías hipertecnológicas del cyberpunk, como The Terminator (1984), o a su vez los mundos oscurantistas de Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, o Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley?
Estamos, por suerte, lejos aún de esos escenarios aterradores, que funcionan como advertencias de los riesgos de un cambio por venir. Hoy sabemos que una misma máquina sirve tanto para enriquecer el mundo como para destruirlo, pero que la barrera entre las dos perspectivas, además, no siempre es fácil de distinguir.
Quizá nos haya ocurrido algo semejante con Internet. A pesar de ser uno de los inventos tecnológicos más revolucionarios de los últimos 100 años –cuyo impacto en la forma de vida de la humanidad probablemente sea comparable con el de la electricidad–, es cierto que no hemos podido aprovecharlo para erradicar completamente la ignorancia, el fanatismo y la superstición.
A comienzos del siglo XXI, Internet ha acortado las distancias, es cierto, y se ha convertido en un espejo en el que mirarnos, para bien y para mal. Es la herramienta educativa y divulgativa más poderosa de la historia y está a nuestra entera disposición, pero se enfrenta al reto de lidiar con contenidos tóxicos, falaces o negligentes. Contenidos que reflejan los aspectos más problemáticos de la cultura del momento, esto es, las deudas pendientes en el cumplimiento de la promesa humanista.
¿Significa esto que Internet es un mal invento? Todo lo contrario. Ninguna otra herramienta de comunicación actual tiene el mismo potencial cultural y divulgativo. Ninguna conecta tan velozmente a tantas personas, ni genera tantos códigos novedosos que permiten a gente distinta expresarse de manera semejante. Por eso Internet es una pieza clave en la reinvención del Humanismo, es decir, en su actualización hacia una versión 2.0, que responda a los retos actuales y traiga consigo un optimismo racional, un nuevo compromiso de hacer del mundo un sitio mejor, más libre y más justo.
Y el primer paso en ese sentido es hacernos responsables del contenido que vertimos en Internet. Tal como tomamos cada vez mayor conciencia respecto al costo medioambiental de nuestro estilo de vida, pensando, entre otras cosas, en el destino de las generaciones futuras, es probable que sea el momento de hacerlo también en materia cultural y educativa.
Emprendiendo el camino del Humanismo global
Estos asuntos, que pueden parecer puramente filosóficos, tienen un impacto directo en la salud de nuestra cultura y en la crianza de nuestros hijos.
La propia UNESCO, organización internacional más interesada en el replanteamiento de un Humanismo para el siglo XXI, afirma la necesidad actual de descubrir nuevos valores culturales que permitan unir a la humanidad en una comunidad global capaz de conocerse y celebrarse a sí misma, de apreciar sus contrastes y diferencias, y no repetir los errores de su pasado. Eso es lo que significa ser un humanista en el siglo XXI. En palabras de esta misma organización:
Hoy en día, ser humanista significa tender puentes entre el Norte, el Sur, el Este y el Oeste y reforzar a la comunidad humana para afrontar conjuntamente nuestros problemas. Significa garantizar el acceso a una educación de calidad para todos, de manera que cada quien pueda intervenir en el diálogo universal. Significa fomentar las redes de cooperación científica, crear centros de investigación y difundir la tecnología de la información con miras a acelerar el intercambio de ideas. Significa utilizar la cultura, en toda su diversidad de expresiones, como una herramienta para el acercamiento y la forja de una visión compartida.
Las bases, por suerte, ya están en su lugar. Contamos con una comunidad global más o menos representativa, que intercambia a diario gigantescas cantidades de información, hambrienta de respuestas y de contacto. Así que tal vez sea el momento de usar nuestras redes, nuestro recién descubierto espíritu global, para hacernos responsables de la información que compartimos, de los contenidos que ofrecemos y del esfuerzo que hacemos a la hora de formarnos una perspectiva más humana –más humanista– de la realidad.
En Etecé queremos pensar que estamos poniendo nuestro granito de arena.
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