Hoy sabemos que en la web están todas las respuestas pero, ¿en quién confiamos cuando confiamos en Internet?

Allá, en la lejana década de 1990, cuando Internet comenzó a masificarse y a hacer su aparición en los hogares del mundo, era común que las empresas y los gobiernos se refirieran a este nuevo servicio como la “autopista de la información”, frase que se le atribuye al senador y entonces vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, en referencia al programa de inversión en telecomunicaciones globales del gobierno de Bill Clinton (de 1993 a 2001).

En esa metáfora, que hoy puede lucir un tanto ingenua, se dejaba entrever el enorme entusiasmo con que fueron recibidas las telecomunicaciones digitales, de las cuales se esperaba que, como un automóvil en una gran autopista, nos condujeran a toda velocidad hacia los saberes, hacia los datos y hacia un sinfín de posibilidades, lo cual convertía la llegada de Internet en una verdadera aventura.

Muchas de esas expectativas pudieron cumplirse: con sus 3.800 millones de personas conectadas constantemente, Internet maneja hoy mucha más información que cualquier invento previo de la humanidad (una cantidad francamente incalculable pero estimada en más de 2.000 exabytes). A raíz de este enorme incremento en la cantidad, velocidad y abundancia de información, hoy se habla de una Revolución Digital: algunos piensan que a futuro la historia podría dividirse en antes de Internet (a. I.) y después de Internet (d. I.).

Pero aunque al principio se pensaba que Internet sería una inmensa biblioteca en la que tendrían cabida todos los saberes humanos y estarían disponibles prácticamente todos los servicios posibles, la realidad es que en la actualidad Internet ocupa un lugar muy diferente en nuestro imaginario. Este gigantesco océano de información implica ciertos riesgos. Información útil, información superficial, información técnica, información falsa… todo eso convive en Internet. Nuestra única herramienta para elegir entre una y otra suele ser un servicio automatizado de búsquedas (Google, Bing, Yahoo o varios más), cuyos criterios generalmente priorizan a los contenidos más populares.

La buena y la mala información

Todos hemos tenido experiencias con la información chatarra: desde la publicidad engañosa por correo electrónico (que conocemos regularmente como spam) y las páginas web con contenido malicioso, hasta las noticias virales de las redes sociales (las célebres fake news) y los portales con información copiada una y otra vez.

Por desgracia, Internet está repleta de este tipo de contenidos, que aportan poco o nada a sus usuarios y, por el contrario, pueden llegar a confundirlos y convencerlos de medias verdades o razonamientos erróneos. Así, a pesar de todas sus ventajas, Internet también ha servido para esparcir desinformación y creencias falsas entre la gente.

A esto se refería el filósofo y ensayista polaco-estadounidense Zygmunt Bauman (1925-2017) cuando afirmaba: “Es estéril y peligroso creer que uno domina el mundo entero gracias a Internet, cuando no se tiene la cultura suficiente para filtrar la información buena de la mala”. Es decir, tanto o más importante que tener a mano mucha información es contar con las herramientas conceptuales y educativas para diferenciar las fuentes legítimas de información de la habladuría.

La palabra clave: legitimación

Debido a todo lo anterior, a la hora de investigar en Internet es crucial contar con algún método o alguna herramienta que nos permita separar el trigo de la paja, especialmente si no se cuenta con conocimientos especializados en la materia o si se carece de la orientación necesaria para hacerlo (¿quizá deberíamos aprender a investigar por Internet en la escuela?).

Existen criterios básicos y fundamentales que podemos tener en mente a la hora de distinguir en qué contenidos confiar y en cuáles no:

  • ¿Dónde está publicado?

Para obtener información confiable, no basta con presionar el primer vínculo que salga en el explorador. Debemos fijarnos de qué se trata, para así elegir la información certera, en lugar de la promesa de una respuesta rápida y fácil. ¿Tiene acaso el mismo valor una enciclopedia en línea que una entrada en una red social? ¿Es lo mismo leer la página web de una institución científica que el blog de un aficionado? Es importante conocer el origen del sitio y entender qué perfil tiene. No todo lo que brilla es oro.

  • ¿Quién y cuándo lo publica?

Cierto contexto es fundamental para saber si lo que leemos es válido. Hay informaciones que, como la comida en el supermercado, se vencen con el paso del tiempo, y nunca falta quien pretenda venderla como si estuviera vigente. Además, es buena norma desconfiar de contenidos que no pertenecen a nadie, es decir, de los que nadie se responsabiliza. ¿Es igual de legítimo un canal personal de YouTube que un canal de un organismo oficial? Si la información que leemos es falsa o errónea, ¿tenemos a quién exigir una explicación?

  • ¿De qué manera lo publica?

Por último, prestemos atención a los detalles del texto. La información responsable, seria y ordenada suele estar acompañada de referencias, datos contextuales y vínculos a terceros que demuestran cierta rigurosidad y garantizan que hubo un esfuerzo para recopilar y organizar lo dicho. Otro criterio a tomar en cuenta al respecto es quiénes validan esa información: serán más confiables aquellos contenidos que otras páginas reproduzcan y referencien como fuentes válidas.

No existe un método infalible para comprobar la información que consumimos en línea pero es probable que tomando estas mínimas precauciones podamos hacer de nosotros consumidores digitales más exigentes y, de esa manera, ayudar a que nuestra vieja “autopista de la información” tenga unos cuantos baches menos en el camino.

Volver a Perspectivas